viernes, 30 de enero de 2015

097739



Los coches partían en dos la fina capa de agua-nieve que cubría el asfalto. Los quitanieves, que llevaban trabajando desde hacía dos días, eran incapaces de impedir el congelamiento parcial de algunos tramos del exterior de la ciudad.
La nieve cubría todos los tejados y aunque hacía horas que había dejado de nevar, aún formaba una bonita alfombra por donde los transeúntes apenas pisaban. Iban abrigados con gorros y guantes, pero el frío atravesaba sus abrigos.
Hacía años que no nevaba tanto, pero eso no es lo que he venido a contaros, la razón por la que estamos en esta ciudad es otra. La nieve y el frío son sólo el telón de fondo que arropa la historia. 

Tres personas andan rápido por las calles. Tres calles distintas, para tres personas distintas. Todas tienen el mismo objetivo: ser las primeras en llegar a la parada de autobús.
Un hombre abrigado con una larga gabardina gris y una bufanda negra espera sentado en la parada, al lado  de un maletín marrón. Tres minutos para que llegue el autobús. Tres minutos para que llegue el primero de ellos, aquel que conseguirá el maletín.
Casi está, el joven del gorro azul se encuentra a sólo unos metros. Los otros dos han llegado demasiado tarde. Una vez que tenga el maletín, no podrán hacer nada sin llamar la atención de todos los viandantes de la zona.
Justo cuando se sienta al lado del de la gabardina llega el autobús, el hombre se levanta, lleva sus manos a los bolsillos y se sube. Nadie se ha dado cuenta de nada y el joven del gorro ya la tiene entre las manos. Está impaciente por abrirla y se dirige al interior de una tienda de ropa. Los probadores son un buen lugar, nadie mira pero no puede suceder nada sin que se enteren los de fuera. Sin mirar demasiado coge uno de los pantalones que hay en las perchas y se lo lleva al primer probador libre. 

 Con un suave click, que acompaña a la moderna música de la tienda, se abre el maletín. Ante sus ojos se encuentra una pequeña memoria externa, menor que un dedo meñique. Cuando lo conecta a su muñequera electrónica le tiembla el pulso, pero acierta a la primera. Tras unos segundos eternos, el archivo se abre. Es el verdadero. 097739, lleva como título. El joven rompe la memoria tras pasar los archivos y la hace añicos. Mete los restos en el maletín, sale del probador, deja el pantalón y se va. Según sale tira el maletín al contenedor más cercano.

 Nadie se ha enterado de nada, así es como debe ser.

viernes, 23 de enero de 2015

El Reto (II)



         Volvía a ser de noche en Bhuith. Las estrellas formaban de nuevo extrañas sombras entre los edificios. El niño del pelo revuelto había sido retado otra vez, pero ahora llevaba consigo una pulsera amarilla.

         Sus amigos le habían llamado gallina por volver con las manos vacías, pero no estaba enfadado. Ellos no lo comprendían. El niño continuaba andando entre las sombras. Al llegar, saltó la verja del jardín y entró por la misma ventana que la última vez. El olor a moho seguía estando ahí.
 El vestíbulo lo acogió en un oscuro abrazo mientras ascendía por las escaleras. Cuando llegó a la habitación de la Niña estaba vacía. El coletero descansaba sobre la misma silla que el día anterior. Sin dudarlo lo cogió y se dio la vuelta esperando escuchar su voz. Cosa que no ocurrió. ¿Lo habría soñado? Recordaba perfectamente tenerla enfrente.

           “¿Elba?” Su pregunta rompió el silencio de la habitación, que se recuperó con un leve crujir de madera. “¿Hola?” Pensativo dejó la pulsera amarilla que con tanto esmero había fabricado. Abandonó la habitación despacio, esperando a que en cualquier momento apareciera su translúcido rostro. Bajó la escalera del vestíbulo, escalón a escalón, hasta llegar a la puerta del almacén. El olor a moho le envolvió, lo ignoró y continuó andando hacia la ventana. A los pies de esta decidió colocarse el coletero a modo de pulsera, por si lo perdía escalando. Salió al jardín y escaló la valla, dejándose caer al otro lado.

             Mañana sería un héroe, pero la victoria le sabría amarga.

viernes, 16 de enero de 2015

Los Hukop



                 Por las noches las farolas creaban sombras tras las que se resguardaban los Hukop. Nadie sabía de ellos, ellos no querían saber de nadie. Todas las noches salían de sus pequeñas ciudades subterráneas en busca de algo de valor. Ya fueran restos de comida, objetos o incluso algún mendigo somnoliento al que nadie echaría de menos.

                 Sin duda alguna, sus ciudades eran majestuosas. No por estar hechas de piedras preciosa, si no por estar construidas con restos de todo tipo, desde latas de conservas a pequeños engranajes. Si en algo destacaban los Hukop, aunque no midieran más de cinco centímetros, era en su capacidad para crear: Donde la gente normal sólo veía un bote de pintura medio vacío, ellos podían ver una fantástica pista de patinaje. Además, al ser diminutos tenían que ayudarse mutuamente para lograr objetivos que solos no podrían. Lo que creaba vínculos entre ellos más fuertes que los de sangre. En resumidas cuentas, su tamaño, más que una desventaja, era junto a su ingenio, uno de los motivos por los que sobrevivían en las profundidades de las ciudades.

                 Pero ya es hora de irse a dormir, si quieres saber más sobre ellos, tendrás que esperar hasta mañana. Puedo contarte cómo se las ingeniaron  para mover a un mendigo y colarlo por las tuberías con su reducido tamaño, o tal vez alguna aventura que les sucedió mientras buscaban comida. Ya veremos…

viernes, 9 de enero de 2015

La Guardia Dorada



             La guerra se acerca. Los ancianos lo saben, las mujeres la temen y los soldados la esperan con la resignación del que sabe que no puede evitarla. Olvidadas quedaron ya las heroicas leyendas de los guerreros de antaño que la enfrentaban con la cara descubierta y el valor como estandarte. Eran otros tiempos y ahora solo restaba esperar, pues el fin se acercaba. 
            Poco a poco el enemigo había ido arrasando los territorios del este...los del oeste...los del norte... No había escapatoria, algunos decían de abandonar la relativa seguridad de los muros y avanzar a sangre y fuego por el sur. ¿Pero para qué? En el sur no había nada, solo unas pocas aldeas dispersas que no tardarían en caer bajo poder enemigo.
            Estas y otras cavilaciones menos halagüeñas inundaban mi mente mientras me dirigía al patio de armas a pasar revista a las tropas. Como capitán de la Guardia Dorada era mi obligación mantener a nuestros soldados en buenas condiciones físicas y psíquicas, aunque pensara que no fuera a servir para nada.
            Mientras los soldados formaban en el patio comenzó a sonar la alarma. Todos miramos rápidamente hacia el horizonte, esperando ver una humareda y, efectivamente, la había. Rápidamente grité: -¡A las murallas!. Toda la infantería de la Guardia Dorada fue hacia el portón, a la vez que los arqueros se dirigían a las almenas y yo buscaba al general. Cuando lo encontré, ya estaba pertrechado y oteando el horizonte. Desde su situación la humareda se veía mejor y era imposible que correspondiera a un gran ejército como me estaba temiendo. Como vi poco después  y con mis propios ojos, eran solo unos pocos jinetes que hondeaban un ajado estandarte de la Unión de Aldeas Sureñas. 

           Abrieron las puertas y  antes de que dijeran nada, todos sabíamos que la pequeña esperanza de que las aldeas del sur resistieran, se había esfumado.  Los jinetes fueron recibidos por el general con un silencio sepulcral, él les instó a que descansaran un poco y que después le contaran los hechos, sin embargo, los jinetes no accedieron a descansar sin antes contarle lo ocurrido: Un gran ejercito del Enemigo se dirigía hacia aquí desde el sur.
 Eramos oficialmente el último bastión de los hombres y una gran horda se cernía sobre nosotros.

         Tres días después de la llegada de los jinetes, volvía a sonar la campana y esta vez ya sabíamos porqué. Solo tuve que mirar a mis soldados, la élite de los guerreros de la ciudad, para confirmar la orden no dicha de ir a las murallas. El sol empezaba a bajar y aún no habían llegado, mala noticia, pues queria decir que llevaban consigo maquinaria pesada de asedio.

viernes, 2 de enero de 2015

El astronauta Tom.

           Las olas agitaban la cápsula "Soyuz". Según el reloj, sólo le quedaban dos minutos de energía, después su localización sería casi imposible.
           El piloto rojo parpadeaba sin descanso. Una y otra vez, dejando claro que la señal de socorro estaba siendo enviada.
           Hacía más de dos días que había perdido la conexión por radio, el plasma de la atmósfera había fundido los circuitos. Malditos ingenieros rusos Se repetía continuamente. Las últimas palabras que había escuchado habían sido un desesperado Mantenga la señal del coronel Bowie.
           Junto a las comunicaciones, habían ardido casi todas las baterías auxiliares. Tenía suerte de estar flotando en el océano, sino, habría ardido junto al resto de la cápsula.
Un último parpadeo, claramente menos intenso, dejó claro que el piloto de la señal de socorro no volvería a lucir.
          Tom, miró por la ventanilla de observación. Sólo el inmenso mar.
          Intentaba decidirse entre salir de la cápsula o no. Podría quedarse y aguantar con sus suministros un par de días más, pero si estaba cerca de la costa, podría llegar nadando. Sabía que al este encontraría tierra. La había visto antes de entrar en la atmósfera. Pero claro, a esa altura las distancias parecen mucho más cortas.
          Por otro lado, si decidía salir y no había costa a la vista, estaría en un gran apuro, pues sin electricidad no podría volver a cerrar la puerta y que se inundara la "Soyuz" sería sólo cuestión de tiempo.

        "Clon, Clon" sonó fuera. Algo estaba golpeándo la cápsula. Malditas gaviotas se dijo a sí mismo. Un momento, si había gaviotas, quería decir que estaba cerca de la costa. Accionó la compuerta de la "Soyuz", que se abrió con un sonido deslizante. Bienvenido a la tierra, General. No eran gaviotas, era el equipo de rescate.


Dibujado por Semigarcía (@semigarciart)